La perseguí hasta el catre. (Prólogo)
Aquel domingo había sido igual que los otros. Llegué a la iglesia en el último minuto, me deslicé hacia uno de los bancos traseros, que estaba casi desierto, y en seguida me quedé dormido. Aún no había cerrado del todo los ojos cuando sentí que alguien me tocaba en un costado.
Automáticamente me moví para permitir que los recién llegados tomaran asiento en el banco. De nuevo sentí el codazo. Esta vez abrí los ojos. Me costó casi un minuto comprender lo que veía. Entonces retuve el aliento y las dejé pasar.
Sólo dediqué una mirada a la más vieja de las dos mujeres. El mustio cabello -rubio y gris- y el cansado rostro no me interesaron. Pasó por mi lado murmurando en voz baja lo que tomé por una excusa. Era la muchacha, su hija, la que me hirió en la carne viva.
El pelo rubio ceniza, de polaca, que rodeaba su rostro, como una cascada dorada; la ancha y salvaje boca, de un escarlata sensual; los labios ligeramente entreabiertos y los blancos dientes que apenas se entreveían. La delgada, casi clásica nariz, cuyas aletas palpitaban repentinamente bajo los altos pómulos, el trazo marrón que delineaba sus ojos.
Éstos eran todo un libro. Los tenía muy separados, de un castaño claro, con motitas verdes en el borde de los iris. Eran cálidos, brillantes e inteligentes, y hablaban de una pasión que yo no comprendía aún. Eran conmovedores y atrayentes, pero de un modo sutil, daban la sensación de perseguir. Intenté ver lo que había bajo su superficie, más no pude traspasar aquella barrera invisible. Hay algo especial en los ojos castaños que no he podido comprender nunca. No es posible mirarlos y leer en ellos, como en los ojos azules.
Al pasar frente a mí miró hacia otro lado, y sentí en mi cuerpo un millón de ligeros alfilerazos eléctricos. Su madre, que era dos veces más corpulenta que ella, había pasado sin tocarme. Pero ella si lo hizo.
-Perdone- murmuró, y en su voz había cierta risa contenida.
Tartamudeé una respuesta ininteligible, que se perdió entre los crujidos de la ropa al arrodillarse los fieles en sus bancos. La miré mientras me ponía de rodillas.
Ella lo estaba ya, con las manos devotamente unidas sobre el respaldo del banco de delante. A su lado, la madre apoyaba pesadamente la cabeza sobre sus manos cruzadas, orando indistintamente en un idioma extranjero. Volví a mirar a la muchacha.
Su cuerpo se revelaba bajo el ligero vestido veraniego de algodón. Se desprendía de ella un cálido y dulzón aroma, y pude ver como una ligera mancha de transpiración, bajo su brazo, se ensanchaba lentamente sobre el tejido.
Cerré los ojos e intenté concentrarme en mis oraciones. Al cabo de un momento empecé a sentirme mejor. Se podía soportar si mantenía los ojos cerrados. Sentí como ella se movía ligeramente junto a mí. Su muslo rozó el mío.
Abrí los ojos y la miré. No parecía darse cuenta del contacto. Seguía rezando con los ojos cerrados. Me aparté un poco y contuve la respiración. Sin abrir los ojos, ella se movió al mismo tiempo. Yo estaba ya al borde del banco y no podía apartarme más sin caer al pasillo.
Me sostuve allí lo mejor que pude e intenté concentrarme en la palabra de Dios. Pero fue inutil. El diablo estaba a mi lado.
Por fin terminó la plegaria, y la congregación se puso penosamente en pie. Empecé a salir del banco, pero ella lo hizo al mismo tiempo. Volví hacia atrás; ella se paró y me siguió.
Yo estaba atónito, más ella sonrió cortésmente y dejó que su madre saliera antes. Para dejarla pasar se apoyó contra mí. Luego se volvió con lentitud. La miré a los ojos. Había en ellos una risa burlona que nunca antes había visto en otros. Una llama salvaje y peligrosa había prendido en mi alma. Sus labios se separaron en una sonrisa, e inesperadamente la oí hablar, aunque yo habría jurado que sus labios no se movieron.
-¿Te diviertes, Mike?- murmuró.
Hasta pasados unos momentos, cuando ya se había perdido entre la gente que se apretujaba en el pasillo, no me percaté de que sabía mi nombre.
Comencé a caminar lentamente hacia la salida, intentando adivinar quién era. Quizás mi vida hubiera transcurrido mejor de no haberlo averiguado.
Fragmento de "Avenida del Parque 79" de Harold Robbins, 1955.
Lo bueno de andar robando textos, es que el prólogo te lo puede hacer quien más te apetezca. Llamenlo homenaje si quieren.